miércoles, 23 de noviembre de 2016

Programa APOLO


Fue posible gracias a la Guerra Fría. Había que llevar a cabo aquella complicada misión antes de que acabara 1969, porque el presidente Kennedy había prometido que Estados Unidos pondría un hombre en la Luna y lo devolvería sano y salvo a la Tierra «antes de que finalice esta década». Era, después de todo, un pulso con la Union Sovietica que también tenía sus propias ambiciones lunares.

Los soviéticos inauguraron la era espacial en 1957 con el lanzamiento del diminuto satélite Sputnik, y proclamaron que iban por delante en tecnología de misiles. Los cohetes y los misiles iban de la mano, por lo que la historia del Apolo está indisolublemente ligada a la carrera de las armas nucleares. El espacio fue, como Corea y Vietnam, un campo de batalla donde se disputó un sucedáneo del combate directo entre las superpotencias.
Durante los primeros años los soviéticos tenían los cohetes más potentes, y el programa espacial mejor organizado.  Su superioridad quedó patente ante el mundo en 1961, cuando el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano en salir al espacio y completar una órbita alrededor de la Tierra. Alan Shepard, uno de los siete famosos astro­nautas del programa Mercury, logró salir al espacio un mes después, y aunque el suyo fue solamente un vuelo suborbital, demostró que Estados Unidos estaba en la carrera.
Los dos programas espaciales cosecharon fiascos y tragedias. El segundo vuelo espacial estadounidense acabó mal: la cápsula se hundió en el mar a su regreso y el astronauta Gus Grissom salvó la vida por poco. El propio Grissom, Roger Chaffee Ed White murieron a principios de 1967, cuando su cápsula Apolo 1 se incendió durante un ejercicio de entrenamiento en Cabo Cañaveral. La tragedia retrasó casi dos años el desarrollo del programa. También los soviéticos tuvieron bajas, pero las ocultaron, amparados por el secretismo habitual del régimen de Moscú
El programa lunar soviético se estancó tras la repentina muerte de su director, Serguéi Korolev, y tras varios fracasos en las pruebas de su gigantesco cohete lunar, el N-1. Puede que fallara, en parte, porque la planificación soviética centralizada era buena para construir grandes cosas, como redes de metro, carros de combate y cohetes, pero no tanto para la investigación espacial, que resultó estar llena de pequeños detalles, soluciones rápidas, coincidencias y azares. Para que funcionara, a menudo había que improvisar sobre la marcha.
Puesto que conocemos el desenlace de la historia, nos cuesta recordar lo atrevido que fue el proyecto lunar y cuánta incertidumbre y peligro entrañaba. A diferencia de los programas Mercury y Gemini que lo precedieron, el Apolo iba a utilizar un enorme cohete nuevo, el Saturn V, que medía 110 metros de altura y llevaba a bordo más de 2.700 toneladas de oxígeno líquido inflamable y otros combustibles altamente explosivos. Cualquier persona sensata se habría mantenido a muchos kilómetros de distancia de la rampa de lanzamiento, pero tres astronautas iban a sentarse encima. Después, el artefacto se encendería y los astronautas (es imposible evitar aquí los signos de exclamación) ¡saldrían disparados del planeta en dirección al espacio exterior!
Viajarían a otro mundo, un lugar sin atmósfera tan alejado de la Tierra que nuestro planeta acabaría por convertirse en una canica azul. Tan pequeña que se podía ocultar con el dedo pulgar extendido. Luego, de algún modo, tendrían que descender a la superficie lunar: en un mundo sin aire, los paracaídas no sirven
Nadie sabía con absoluta certeza si la superficie de la Luna soportaría el peso de un astronauta, y mucho menos el de una nave espacial. También hubo quien afirmó que el módulo lunar (el pequeño vehículo con cohetes propulsores que descendería a la superficie) simplemente se hundiría en el suelo en cuanto alunizara, o que el polvo lunar ardería en llamas al entrar en contacto con el oxígeno del interior del módulo lunar.
Los astronautas tenían que encontrar un lugar llano para posarse en esa extensión cubierta de cráteres, porque si el módulo volcaba, ya no po­­drían volver. Lo más difícil de la misión no era llegar a la Luna, sino regresar. Había que despegar, acoplarse en órbita lunar con el módulo de mando y luego encender de nuevo los motores para volver a la Tierra, en cuya atmósfera había que reingresar (más signos de exclamación) ¡a más de 11 kilómetros por segundo! La nave quedaría envuelta en una enorme bola de fuego y finalmente caería en paracaídas en medio del océano Pacífico, donde los astronautas esperaban que alguien tuviera la gentileza de ir a buscarlos.
En aquella época, los entusiastas de la exploración espacial veían en el viaje a la Luna la primera de una larga serie de audaces misiones fuera de la Tierra. Pero las predicciones a menudo son erróneas. Resultó que la llegada del hombre a la Luna no fue el inicio de una inexorable y paulatina conquista del espacio, pero marcó el final de una era
El Apolo 11 electrizó al público estadounidense y mundial, pero el Apolo 12, curiosamente, lo aburrió. El dramático fracaso del Apolo 13 (cuya misión pudo haber llevado a la NASA a su momento más álgido) contribuyó a recordar al mundo que ir a la Luna no era tan sencillo como lanzar un boomerang. Incluso mientras Neil Armstrong y Buzz Aldrin caminaban por la Luna, el proyecto Apolo estaba sufriendo recortes: ante las presiones de unos congresistas preocupados por el presupuesto, la NASA canceló varias de las misiones lunares que tenía preparadas. Llegamos, vimos, vencimos… y luego recortamos el presupuesto.
A continuación te dejo un video para saber más del tema.

1 comentario: